Todo encuentro origina historias, emociones que perdurarán para siempre en aquellos que abren su corazón a lo que Dios pueda tener preparado. El pasado 21 de julio un grupo de treinta y nueve jóvenes y adultos emprendía un viaje camino de Taizé, en Francia, con la emoción contenida del que sabe que acude a algo trascendente, pero cargado de misterio a la vez.

Llegar hasta allí supuso un esfuerzo por las horas de viaje a lo que había que añadir la certeza de que la sencillez de la vida en Taizé no conllevaría grandes comodidades. A pesar de ello, la cálida acogida por parte de todo aquel que también iba a participar del encuentro, de los cientos de voluntarios que entregan parte de sus vidas al servicio de otros y de los hermanos de Taizé, suavizó los posibles obstáculos para que nos pudiéramos sentir como en «casa», la casa de todos los cristianos.

A pesar de vivir en un mundo globalizado donde todo se encuentra al alcance de un click, fronteras invisibles se alzan cada vez con más fuerza entre nosotros, europeos y de otros continentes. Taizé es un canto a la humanidad, a la reconciliación, a la esperanza, a la paz pues todos los seres humanos somos iguales, todos hijos de Dios. La llamada a la oración (tres al día), era la llamada a ser un mismo corazón, a latir con fuerza por el mundo, por el necesitado. Las melodías, las oraciones de Taizé transforman y unen, es el poder de la oración: el idioma del amor.

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